Pequeña redención

Ciego de mi destino me debato. Las escamas de mi piel se yerguen atentas apuntando hacia el sol meloso. Nunca quise ser derrotado ni inflingirme grandes heridas a costa de mis torpezas. Pero aquí me hallo. Extraviado me arremolino en una violenta marea de cuestionamientos y sólo logro solucionar a medias aquella identidad prometida.
No pude llegar a la cita encomendada, aquella donde mi nombre cobraría al fin su sentido en la penumbra de los tiempos. Pero que más da ahora, sólo me resta creer en la lucha, como si fuese aquello una respuesta. Las aves se visten del aire y comen de lo que hallan en las praderas; pero cuando esa ave se encuentra solitaria frente al hambre o se estrella tristemente contra el vehículo que la disloca en un cuadro fatídico, nada resta por creer.
En momentos como este desearía confiar mis tribulaciones a un alma extranjera. A una voz portentosa que surque el espacio del absurdo y con luz orbital defina la forma del espacio que me rodea.
Pero sé que cada búsqueda depara un final solitario. Es como el cazador que se encuentra en la violenta faena de descuartizar su víctima. Como aquellas actividades sangrientas que realizan los niños ignorantes del dolor, la tribulación y la muerte. Así iba golpeando peces contra bordes filosos para que murieran en mis manos, en un ambiente ajeno y vomitando sangre por el hocico sin labios. La extinción azul de sus cuerpos platinados se escapaba e inundaba el ambiente de mis paseos a pescar con un abuelo que luego moriría de cáncer, calcinado por un fuego interno férreo y parsimonioso.

O las veces que tratamos de descargar los sesos de gatos pequeños, por el sólo hecho de ser nacidos inconvenientemente. Y al no poder acertarles un golpe preciso, rápido y corajudo, participé de sus manos envejecidas que los hundía en agua hasta su muerte inevitable. Y flotaban allí con el rostro vencido y feliz en el neo líquido amniótico que les deparamos con indignidad a su estirpe felina.

O quizás deba recordar la masa amorfa de caracoles desencajados de sus caparazones. Los filetes de cuerpos sanguinolentos que se retorcían bajo mi mirada estúpida pero científica. Y cómo a mi corta edad me regalaba festines de tortura y genocidio, como si fuese practicante de las dictaduras atroces que se cernieron sobre mi nuca infantil.

Así como una polilla que sucumbe ante la luz, iba yo en contra del muro férreo de la razón y me estrellé y aquí me hallo, tratando de hallar sentido en todo esto. Atribulado frente a la pantalla de luz que consiguieron fabricar huestes de seres humanos atados a sus ingenios, celebrando la peor desgracia a sus congéneres, como si fuese este un gran regalo, como si huir de la belleza, la luz y la verdad fuese una posibilidad aún más factible que la del dolor y la muerte.

La suspensión de este sistema inútil, como la vez que el inspector en el colegio me insultó por no creer en los dioses de palo que erigían en las cumbres de capillas cada vez más inmensas. Querían que besase aquella boca dada vuelta, aquella cúpula de sin sentido que rotaba sobre mi cabeza divertida. Y yo asustado por la voz de vendaval, y la mirada férrea me sumí en plegarias y sortilegios. Le pedí a dios que me acogiera un instante en su regazo triste.

Ya no recuerdo cuántas veces me vi sobrecogido por la religiosa cárcel que habían escogido para mí. Aquella de pequeños delitos que castigaba con rigurosidad, edificando demonios y maldades, huyendo de fantasmas con dígitos y colores prohibidos. Allí cuestioné mi venida, llorando sobre mi propio rezo me hice cobarde y me hice un hombre.

Alguien quería que fuese temeroso y débil. Me hicieron temer de cruces ensangrentadas y me hicieron gozar de rituales vaporosos en torno a un altar blanco. Escuché voces y silencios inmensos que me cubrían como si fuese indigno. Atesoré llagas invisibles bajo mi piel y cercené mis miembros con miedos baratos, inventados por los que me llamaban por mi nombre.

Aprendí severamente a dañar, a engañar y a edificar otras sensibilidades en el fondo de mi cuerpo. Me asocié con una fuerza real y viva. Desaté las amarras de aquellos holocaustos que habían hecho mella en mi andar cauteloso. Y aquí me hallo, intentando recuperar un poco de aquella vitalidad que consiguió liberarme.

Volcando mis angustias en palabras como si fuese una redención secreta.

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Anonymous Anónimo dijo...

has logrado motivar nuestra misericordia... redime tus pecados en esta agua bendita catódica... ET LIBERATUM EX INFERIS ES...

11:19 a.m.  
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