Mandanga en el pico

Los encuentros son cosa demoníaca que todo tuercen y transforman. Quiere dios que las cosas e intereses de él quedasen en paz solemne e infinita, en reposo séptimo.

Así fue como el destino me obligó a trabajar en una casa de visitas, a la merced del sexo público. Como hombre del sur, avenido a la capital, con no más gracia y fortuna que una herencia descomunal entre mis piernas, me di a la tarea de taladrar cuanto sexo y cloaca se me adelantaran, y de ese modo salir del pozo en el que me había sumido.

Recuerdo anecdotariamente un secreto rudimento o estrategia hábil para lograr la erección permanente, que vine a aprender en el oficio. Consistía en enrollarme la diuca con un elástico de billetes, el cual a modo de fiambre servía para contener su propio lleno.

Le comenté de esto a uno de mis colegas, un viejo argentino, especialista en cachas. Con seria actitud, me recriminó. No, me dijo, hay un único modo para evitar la languidez y, a la vez, la eyaculación precoz. Y ahí mismo, extrajo de su chaqueta un papelillo con estuco blanco. Y trazando cinco surcos me lo alcanzó. ¿Pero la mandanga?, pregunté incrédulo.

No para vos, recriminó mi idiotez, la pija. Y bajándose los pantalones, se puso a jalar el polvo con la punta del miembro, al tiempo que hacía extraños sorbeteos con la garganta. Cuando estuvo a gusto de empolvarse el glande, explicó: Al principio parece insensible, pero luego se pone morado como una prieta.

No ensayé el ejercicio, pero al parecer la mandanga era el gran remedio para los males del oficio. Tiempo después, ya retirado del negocio, me llegó la noticia de que el argentino había muerto por coca, no por sobredosis sino porque le empolvó el culo a la mina equivocada.