La puertecita

Era terráquea
y sus dos labios
como hojuelas filosas de silex
se abrían ocultando el miembro
engullendo cada comisura de aquella contorsion
sus pechos de arcilla
frios y cubiertos del rocio helado de la garganta
de la madrugada, se encumbraban sobre un vértigo
y atrapado entre el sexo de jade
se escindía el alma
y yo no era de allí
o el allá no era yo.


Qué delicia! pensaba Lincoyán, es el sexo. No esos simulacros onanistas que se representaban en las mil pornografías que recolectó su padre, y como herencia velada cedió a su mente pendeja. ¿Cuántas masturbaciones no fueron necesarias para revelar este secreto?


No pudo más el desafecto y desprecio de su padre contra su madre, el que aprendía cada día. Machista el esposo esperaba que la sirvienta escanciara el vino capitalista dentro del vaso o sirviera en los platos raidos un almuerzo rancio de desesperanza e incredulidad. El matrimonio ya estaba deshecho y solo quedaban rastrojos inhumanos jugando a ser felices.
Tenían sexo, eso era cierto, Lincoyan mucho pudo apreciarlo, pues su padre detestaba la idea de tener puertas en las habitaciones:
No—decía—, aquí no hay nada que ocultar.
Y así observaba Lincoyán el cuerpo desnudo de su hermana, o la sexomaquia de sus padres, inclinada ya su madre sobre el que da la vida.
Y también se apresaba la mente de Lincoyán en ese panápticon que era la casa, donde las pajas no eran liberantes sino conatos ocultos, vaciamientos atolondrados en las sábanas pulcras, que quedaban manchadas por el almivar desencajado.
Hazlo en un papel confort, le decía su madre, para no polucionar la blancura y le mostraba los medallones tiesos con los que marcaba sus sábanas, recuérda que tengo que lavarlo yo.
Así se pasaba la vida, su madre lavando ropas, lavando pisos, lavando platos, lavando el rostro micoso de la familia, así fue muchas veces y muchas más.
Pero el placer de salir de esa prisión era más fuerte. Y Lincoyán recluido en el vacío de su cama, dormidas ya las vigilancias, se daba a la tarea de aferrar su miembro enhiesto y ya medio adormilado por el agotamiento de la espera, empujaba el placer a liberaciones inefables.
Un día agotado por el vigia secreto de sus tocaciones, fue y compró una puerta y clavó sus esperanzas en la clausura amable de sus intenciones, y fue como salir padentro o más bien alejar lo exterior, tapando el marco infame con el que su padre cuadriculó las esperanzas.
Allí se cerró la puerta.