Juanarmelo

Juanarmelo se quedó mirando la tele. Ya era tarde pero no tenía sueño. ¿Cómo iba a tener sueño si al otro día no tenía que levantarse temprano, no iría al trabajo, no recorrería las calles expulsando un hálito vaporoso y quejándose del frío, ni comería esos sucios completos, para darse un gusto infame, ni tampoco se estrujaría contra los cuerpos sanguinolientos del metro, ni en su pesada arquitectura sería acarreado de vuelta a su casa, para sentarse nuevamente a ver la televisión, y creer por un instante que era feliz, soñando con las caderas formidables de una presentadora de comerciales? Al otro día, no iría a vender su dignidad nuevamente ante el condenado escritorio, escribiendo las amalgamas medúseas de la razón de occidente, jugando a ser grande, recreando con cada poro las diez mil formas de hacerse uno con la máquina repugante, convirtiendo a guisa de gusano de compost lo hermoso y perecedero en una letanía parsimoniosa de nunca acabar. No mañana, no iría al trabajo se quedaría ahí, envejeciendo de desazón y desengaño, atrangantándose con el regurgite típico de la televisión, quizá descubriendo que en esas imágenes desevencijadas casi herrumbrosas, también se esconde la misma letanía de su trabajo, la misma forzosa maquina perpetua, de la cual su sangre era el combustible. Entonces, tampoco se quedaría frente al tele, porque aquello era retomar el mismo hilillo de baba que dejaron los caracoles de la sinrazón, en su devenir tranquilo por las avenidas de la costumbre, de la domesticación. No, se levantaría, tomaría el cuaderno y dibujaría una gruesa línea que se ira angulando hasta conformar un círculo casi imperfecto. Dentro el universo, afuera el ser, tratando de crecer y expandirse, ahogando la realidad en aquel claustro palpitante, ese corazón rojo estrechado por el perímetro de una vivencia inquietante. Allí estaría su respuesta, en aquel pequeño glifo garabateado con premura, una forma de entender su posición, o su caida más bien. Entendió que no su ego era demasiado grande para caber en los lindes de la realidad. Pensó en su corazón palpitante, en aquel músculo perpetuo que se detiene con el tiempo, y como sus carnes lo aprisionaban, decidió bajar un poco de peso, para darle espacio, cambiar de ciudad para darle aire y quizás nadar. La forma circular le recordó el reloj, y que era tarde. Pensó nuevamente en dejar el trabajo, pero ya era muy tarde. Hablaría con su jefe la otra semana.