La Rebajita

Todos los días, Lincoyán recordaba las manos gordas y aceitosas de su padre. Era como un viejo oso timorato, como un yogi latinoamericano acobardado y cansado por los tantos accidentes vasculares que horadaron su cerebro embrutecido. Y también recordaba los dedos, las manchas eternas en esos ónices desvencijados y óxidos sempiternos que poblaban la comisura de esos dedos tremendos, invasivos y oscuros, como prietas rollizas apunto de estallar su contenido sangroso por el escenario, por la tela de la pintura de la cotideanidad.

Aquel sueño del cual se liberó Lincoyán lo envolvió como una nube cáustica, casi somnolienta y fue hilando en la elevada muralla de la memoria una historia de conjeturas algo dislocadas, parajes imposibles, ideas impulsivas y edificaciones de fantasías.

Su padre robaba. Robaba, mentía, eruptaba, cagaba, golpeaba, condenaba, maldecía y lloraba también porque tuvo que pagar por todos esos robos una magra existencia, restada por los prestamistas de la decidia y la modorra.

Lincoyán Berríos no podía robar. Había aprendido por omisión y contrariedad máxima a seguir un patrón de conducta basado en lo que su padre no habría hecho. Antes de tomar una decisión, Lincoyán meditaba que habría hecho su padre para luego tomar la decisión contraria.

Pero cuando chico sí había robado, orquestado por los delirios de su padre. Ahí estaba Lincoyán pendejo, robando el espejo de un chevette, en un estacionamiento oscuro. A su padre, le habían robado el mismo espejo pero en otro lugar, y como el padecimiento de otro no es el propio, hizo que el cabro chico robara el mismo producto desde un supermercado.

O todas las veces que su papá cambiaba el catalítico, un filtro que se une al tubo de escape y que reduce las emisiones de gases contaminantes, por un tubo directo, que a guisa de catalítico mula iba engañando las reglamentaciones, y luego se preguntaban porqué no servían, por qué no bajaban las emisiones, y Lincoyán imaginaba a un ejército de padres, expectorándo sus gases por la ciudad, abrumando con su elefantiásico peso la realidad y la visión.

O la vez que su padre le acompañó a comprar con diez lucas unos zapatos de seguridad en el persa:
—¿A cuánto están los zapatos?
—10 lucas.
—seis —le dijo el papá de Lincoyán.
—Bueno, lléveselo.
—Qué buena, —dijo Lincoyán—. ¿Oye papá y las cuatro lucas?
—Cagaste culiao.

Así su papá cavaba profundamente su humanidad en un pozo equidistante de las ansias de Lincoyán.

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Blogger Translaughter dijo...

Realmente me gusta mucho esta serie de lincoyan. Bien logrado. una carita feliz y una patá en las weas. jajaja.

8:16 p.m.  
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