El loro cachero

Aurelio Ortega decidió ese día irse por la calle Victoria en lugar de su acostumbrada caminada por Pedro Montt. La calle estaría menos transitada y podría ir contemplando las vitrinas enmohecidas por los años y abarrotadas de polvorientos libros. Ahí mismo, fue donde compró la semana pasada un ejemplar de Ulises Aldrovandi, Ornithologiae tomus tertius, ac postremus, uno de los pocos ejemplares publicados del gran maestro pajarólogo del siglo XVII. En uno de los márgenes, del tomo ya muy viejo, había encontrado la siguiente inscripción:

Avis cuius membrum gigantescus est detexi. Hanc marginis exiguitas non caperet.
[He descubierto un ave que tiene un miembro gigantesco. Más los márgenes de este libro no alcanzan para describirlo.]


Fueron estas palabras las que llamaron poderosamente la atención en Aurelio, por hallarlas llenas de misterio y exotismo. Un ave que tuviese el miembro del porte de un brazo humano, no era algo que recordase en todos sus años en la facultad o en su experiencia en terreno en el observatorio de aves de Bardsey en Gales.

Aurelio era ornitólogo, y de los más afamados en Chile. Ornitología por cierto era la ciencia que estudiaba la biología y etología de los pájaros. En los años noventa junto con el afamado ornitólogo Niels Krabbe, investigó al tapaculos ecuatoriano, un pequeño pajarillo del sur del Ecuador, amenazado por la degradación de los suelos que le sirven de hábitat.

Aurelio caminaba por calle Victoria husmeando las vitrinas abarrotadas de viejos ejemplares libreros. Conocía de memoria el azaroso apilamiento de los libros y reconocía rápidamente cuando llegaba uno nuevo a sumarse al abandono. Sin embargo, esa mañana no fueron los desvencijados libros los que cautivaron la mirada apasionada de Aurelio, sino un cartel, menudo y escrito con faltas de ortografías:

SE REGALA
LORITO
por CACHERO

Debía ser una broma pensó. Entró al local, una tienda de antigüedades, que había pasado por alto otras veces. Dentro un anciano pulía unos antiguos muebles, a quién saludó un poco en voz alta, quebrando la tranquilidad del lugar. A lo lejos, quizás en otra habitación escuchó el trinar de unas cotorritas, que identificó como unas Neopsittacus musschenbroekii. El anciano pareció despertar de una ensoñación.

—Buenas, vengo por el lorito. ¿En realidad lo está regalando?

—No sabe nada, amigo, las desgracias que me ha causado aquel lorito. Un loro gris africano (Psittacus erithacus), que ha sido el terror de mis catitas. A todas las ha maltratado con sus instintos lascivos. Me tiene desesperado, incluso he llegado a creer que me busca como consorte, una vez que me atacó en el baño. Se necesitaron tres personas para calmarlo y dejarlo nuevamente en su jaula.

Aurelio no puso atención a lo que contaba el viejo, desestimándolo como cursilerías de un anticuario y rogó para ver al lorito. En una jaula de acero de cetrería, muy antigua y oxidada, utilizada para mantener águilas de caza, se mantenía oculto por una capucha color escarlata un extraño contenido.

Al levantar el velo, pudo ver dentro al lorito cachero, que estaba rígido como una estatua. Sus dos garritas aferradas con violencia, como lastimando el balancín, y sus ojos vivaces de azor rapaz cotemplaban a los observadores, produciéndose un doblez del escutrinio, donde ya no se sabía quien era el agente o paciente de ese juego sicológico.

Aurelio se enamoró perdidamente del lorito.

—Efectivamente un Psittacus erithacus, o lorito gris del áfrica, aunque un poco más bajo que sus congéneres. Me lo llevo.

—Oh, por favor se lo ruego. Desembaráceme de este rapaz.


Aurelio salió de la tienda con la jaula de cetrería, que el anciano gustoso le regaló, para que no fuese a huir el lorito, si lo cambiaban de ambiente. Al llegar a su hogar, los trinos eufónicos de cientos de gargantas pasarinas recibieron a Aurelio y su nuevo convidado.

Aurelio, quien sabía mucho de etología, supo de inmediato que debido a su condición de animal gregario, el lorito debía acostumbrarse a la compañía de alguna consorte que lo ayudase en su proceso de acostumbramiento al nuevo hogar. Fue así como buscó a la más tierna pajarita de su colección, una hermosa canarita de dorados plumajes y mirada inocente, que rápidamente fue tratando de comunicarse con el nuevo habitante de ese paraíso pasarino que era la casa de Aurelio.

Así la canarita trinaba las más hermosas canciones de alabanzas para que su nuevo consorte las contestara, todo enlazado en un pregón multicolor de belleza inusitada, descargado de aquella leve garganta de canarita.

El loro sin embargo observaba como embelecido en su propia danza interna, incapaz de mover un músculo en su expresión perseguía con los ojos inmutables todos los movimientos de la canarita, como el águila que acecha su presa. Una tensión espesa y helada se dejó caer conforme Aurelio cubría la jaula cetrina con una hermosa tela escarlata, que debajaba entrever su contenido.

Aurelio se retiró a dormir cansado por la jornada y no tardó en quedarse dormido. Entre sueños sentía el piar quedo de la canarita y luego el silencio. Confió que se harían buenos amigos el lorito y la canarita y se entregó pesadamente al sueño.

El nuevo día dejó caer su tronadura de cánticos y fogosos gritos animalescos en el hogar de Aurelio. Recordó rápidamente al nuevo habitante de su casa y corrió para ver cómo había pasado la noche en compañía de su más tierna pajarita.

Más pavor recorrió su rostro y un monzón helado trasquiló sus nervios dorsales haciéndolo derramar el café de la mañana por la alfombra de la habitación principal. Allí, en el piso de la jaula cetrina languidecía muerta la canarita, desmembrada en sus más finos huesos y músculos, deshecha por la voraz violencia del rapaz loro. Aurelio confundido no podía hilar el manto de los sueños con el de la realidad, y ya se le confundían los horarios y los tiempos. Quizo vengar la delicada virtud de su canarita y tomando fuertemente al loro de su jaula lo empujó hacia el gallinero.

Allí un pandemonio de gallos salvajes lo esperaba ansioso, aminorándolo con sus furiosos gritos multicolores. Violentos algunos gallos expelían rabiosas babas que caían de sus mocos formidables, enloquecidos por la presencia del intruso en su dominio. El pequeño loro gris africano, no pareció inmutarse y en un esquina aguardaba su destino inexorable, con férrea valentía y un gélido rictus imperturbable.

Aurelio agotado se retiró a realizar sus quehaceres matinales y volvió ya entrada la mañana, bajo un sol abrazador que carcomía sus brazos bajo una achicharrante nube de rayos ultravioleta.

Una gran alagarabia aceleró los pasos de Aurelios. Era el gallinero. Sin duda los gallos salvajaes de melena roja habían destrozado al lorito, como al más ruin capón. Por primera vez, sintió pena y remordimiento el pajarero por su drástica decisión.

Pero grande fue su sorpresa al notar como los gallos, otrora salvajes aves reptiloides, descendientes de los fieros dinosaurios, se debatían en espasmos y dolorosas danzas, destruidas ya sus cloacas por una fuerza intempestiva, como que una espada de fuego los hubiese atravazado per rectum, y dejado en la más pauperrima situación de pollos indefensos.

El culpable continuaba en su rincon, ahora con un esbozo de sonrisa, observando la danza cadavérica de sus víctimas y advirtiendo la furia de Aurelio, por la aniquilación de sus mejores ejemplares gallináceos.

Pero no era tan grande la ira de Aurelio, como para cegarlo completamente. Y en un arranque de vengaza, tomó el lorito y lo introdujo en una jaula oscura y roñosa. Dentro un animal bufaba con fiereza. El lorito sintió como un temblor le recorría las grisáceas plumas y un pálpito más férreo se aceleraba en su pecho de pequeño animal.

Aurelio pareció regocijarse. Aquí aprenderás, dijo y cansado se fue a dormir. Le costó conciliar el sueño al gran pajarero, pero no bien hubo entregádose a la danza de morfeo, sintió desde la ultratumba un grito quedo, un quejido espasmódico, que lo llamaba:

—Aurelioooo —decía ese llamado casi ancestral y desgarrado. Aureliooooo.

Pero Aurelio no atendía, era como si su sueño respondiese con abigarradas formas, fosfenos de índole caótica, paisajes que se derretían como si fuesen mieles de coloridas cromas y poblaban el horizonte de su sueño empecinado.

Pero el grito se hizo más firme, acaso más doloroso y sufriente:

—Aurelioooo noooo!—Era el lorito que voceaba su dolor inmenso. Cierto sufrimiento poseía al lorito y no podía dejar de gemir su padecimiento. Aurelio recordó que lo había encerrado, a quisa de castigo, en la jaula de su águila de Haast, el último ejemplar de una raza al borde de la extinción de águilas de enormes músculos y miembros rollizoz y enhiestos. Sin duda, el áquila estaba poseyendo el delicado cuerpo del lorito. Haciendolo bramar con su corpórea masculinidad, y ya en el límite de su tolerancia menuda, atinaba solo a llamar a su salvador, el mesías de aquella pasión injusta que lo atormentaba.

Aurelio, desembarazándose de su sopor, se levantó presuroso hacia el llamado de auxilio de su apremiada avecilla. El pregón adolorido continuaba poblando las tinieblas y requiriendo la ayuda del pajarólogo:

—Aurelioooo noooo!

Aurelio tomó la linterna, abrió la jaula y se metió dentro, observando sus ojos la más cruel voltereta del destino:

El lorito tomaba al aguila por atrás, encajando su miembro gris, contra la humillada ave gigante, haciéndola suya con beneplácito, y de sus ojos desencajados y pico alevoso, salía el grito, ahora ya no quejumbroso, sino apasionadamente enloquecido.

—Aurelioooo, mira como lo tengo...!!

Comenta!:

Blogger Translaughter dijo...

Sin duda una de las reivindicaciones máximas posibles de la literatura para con el clásico chiste de las esperas de micro. Excelente, se rescata la cultura y la cultura al rescate.

5:44 p.m.  
Publicar un comentario

<< Pa la casa!