Illi mens est misera
Fue en el año 1935, que Rabindranath Henriksen observó a una mujer desnuda sobre su cama, en la pensión de la Sra. Galdamez. Tantos años no había rogado para que su creación quimérica, fruto de noches de soledad y angustia desmedida, cobrara vida, carnes y huesos, en una hermosa mujer que lo esperase en el lecho amatorio. Y he ahí ahora que una mujer de algo más de cuatro lustros, lo aguardaba.
Contenían esos dos luceros oscuros, un fogón impetuoso, como una ventana a las más atávicas sensaciones que pueden deslumbrar al hombre. Su cuerpo era de la más viva canela, tan aromático que de sus cabello húmedos pendían medúseos girones de la infusión más fina y deleitosa. La atmósfera de la habitación se colmó del fuego impúdico que domeñó las pasiones de Rabindranath.
Efluvios concupiscentes se derramaron de las alforjas de Rabindranath y fueron a descargarse por sobre el cuerpo trémulo de aquella mujer desnuda que lo observaba, con planetario secreto prendido de su mirada.
Agotado, Rabindranath volvió a observar su moza. Mas al desaparecer la magia, se develó la verdad. Sobre una hoja de papel descansaba la semilla del fantasioso y precoz escritor. Un verbo duro se descolgó de su lánguida pluma:
—illi mens est misera,
qui nec vivit,
nec lascivit
sub Estatis dextera.
—Miserable aquel,
que no vive
ni disfruta
en el reino del estio!
Contenían esos dos luceros oscuros, un fogón impetuoso, como una ventana a las más atávicas sensaciones que pueden deslumbrar al hombre. Su cuerpo era de la más viva canela, tan aromático que de sus cabello húmedos pendían medúseos girones de la infusión más fina y deleitosa. La atmósfera de la habitación se colmó del fuego impúdico que domeñó las pasiones de Rabindranath.
Efluvios concupiscentes se derramaron de las alforjas de Rabindranath y fueron a descargarse por sobre el cuerpo trémulo de aquella mujer desnuda que lo observaba, con planetario secreto prendido de su mirada.
Agotado, Rabindranath volvió a observar su moza. Mas al desaparecer la magia, se develó la verdad. Sobre una hoja de papel descansaba la semilla del fantasioso y precoz escritor. Un verbo duro se descolgó de su lánguida pluma:
—illi mens est misera,
qui nec vivit,
nec lascivit
sub Estatis dextera.
—Miserable aquel,
que no vive
ni disfruta
en el reino del estio!
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