Vaquero culiao forzúo
Cuando estudiaba teatro, en la universidad católica, mi profesor me dijo que la poesía era una chaqueta ancha que podía albergar muchos cuerpos. Me decía que la poesía era como un mojón helicóide asentado en el medio del salón principal de la universidad. Una hedionda manifestación bajo la mirada desconcertada del millar de espectros universitarios idiotizados en sus labores diarias. Pero, yo, más cursi casi, me inclinaba a creer que el acto poético se trataba de un cliché que hacía zumbar hasta las raíces de las muelas. Para mí, la poesía eran los labios de la mujer del tiempo anunciando la película charcha de las 10, o quizás el abrazo copulatorio de la ochota y el combo (☭) bajo el sino del lucero trágico, ensagrentando ya por el manto último de un sol en extinción. Y ahí, derrotado, ya sin palabras, me ponía a ver los ajusticiamientos de chechenos a manos de los rusos, como si esas muertes fuesen parte de uno de esos celuloides que me abotagaron las pepas de pendejo, y me hicieron soñar con el vaquero culiado forzúo que remata salvajes por el mundo, como si volase a horcajadas sobre su caballo sarnoso y el mundo fuese menudo como un pequeño rancho.
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