El traductor

Puedo escribir los versos más miserables esta noche, pensó Adalberto, mientras observaba cómo la luna, con su letanía humeda y su rostro surcado de viejas cicatrices, recorría el paño de la oscuridad. Sólo, como un embajador en un país de impronunciable nombre, Adalberto se aferró al gollete helado de su cerveza como la única respuesta a su insaciable depresión.

No conseguía aquel trabajo soñado con el que lo engatusaron los orientadores en el liceo para que estudiara traducción. English is the International Language, le dijeron sus maestras de bigotes rancios, con acento remilgado y escrupuloso. Ni una sola lapa se separaba de sus gargantas agringadas sin ser dosificada por el ser anglosajón y escupida con un melodioso acento del norte Yorkshire.

Pero ahí estaba él, engordando merced odiosos platos de fideos y arroz, que alternaba con complicadísimos preparamientos de vienezas con zanahoria, vienezas con verduras congeladas, vienezas con ketchup, vienezas asadas, etc. Sus últimos estipendios los había gastado en una jaba de bebidas, que iba vaciando con más premura que parsimonia.

Recordó a sus amigos del instituto. Ah, esos eran tiempos. Recordó el calor acendrado de sus novias, aquellas mártires del rigor que lo acompañaron a pesar de que no acarreaba ni un sólo peso en sus bolsillos, tan solo por un mísero poema, que les repetía a todas.

Solo, triste y odioso en la misma pensión de su vida de estudiante, decidió que ya era suficiente. Tomó la soga que sostenía una repisa (que se vino abajo completamente), trepó una silla de plástico, que había robado en la cafetería del instituto, y anudó un hojal en la viga expuesta de su habitación.

Allí con la visión única que da la existencia antes de la muerte, respiró hondo y se lanzó...

Lentamente, sus pensamientos se fueron apagándose. Primero lo que había hecho ese día, luego sus lecciones en inglés, los verbos, las if-clauses, las frases de relativo, todas se esfumaron en un segundo que duró un milenio, el rostro de su madre castigándolo por ser tan sucio, las manitos pequeñas rompiendo caparazones de insectos, el verbo primigenio que aprendió en sus primeros años, todo se extinguió de su cabeza.

Allí colgando, su cuerpo se fue transformando en un fluido maloliente y espumoso.

Sus amigos ni lloraron cuando supieron que se había muerto.

Aquí yace un traductor, escribieron con sorna en algún sitio web, de esos gratuitos que nadie lee.

Así efimero como una promesa imposible, Adalberto, el traductor que no traducía, vivió su existencia en una tierra helada y llena de contratiempos.

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Anonymous Anónimo dijo...

otro galardonado... al cornucopia awardsss

10:39 p.m.  
Blogger Translaughter dijo...

Ta weno, con desenlace miserable. Algo muy ad-hoc a los tiempos actuales. Raya en lo conchesumadre. Complejo.

11:52 p.m.  
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