Devuélveme los acetekakas!
Luzio empuñó el revólver con una mano apuntando directamente al pecho del diseñador Juan Soto.
—¡Pero yo no sé de qué estás hablando! —Gritó Juan desesperado.
—No te hagas el hueón que no te sale bien, rata asquerosa... —Con la otra mano, Luzio, sin despegar la mirada del diseñador, desde un bolso sacó un montón de hojas desordenadas que lanzó a sus pies—. ¿Ahora te acuerdas? ¡Ahí están! ¡Estos son los que quedan ladrón! Mucho dolor tuvo que sufrirse para reunirlos y ahora los quiero todos.
En el suelo se amontonaban los actekakas, revistas hechas a mano por Luzio y sus amigos en tiempos de la universidad. Las había de todos los tamaños, texturas, materiales y colores. Como un crisol de papeles, se desperdigaban más de cincuenta. Los amigos juraron que sólo harían un ejemplar único de acetekaka por número, elevando el valor del número, por su unicidad.
Con el tiempo, Luzio pudo conservar la mayor cantidad de Actekakas. Obsesivo, los pedía prestado a sus amigos y cuando estos se los pedían de vuelta perdía contacto con ellos.
Cuando tuvo reunidos cuarenta números, averiguó que Waldo, el dibujante del grupo, tenía los primeros diez, y fue a su casa a pedirlos. Sin embargo, Waldo estaba molesto con Luzio y no quiso entregárselos. Tuvo que envenenarlo con unos pasteles que le envió a su familia. Desafortunadamente envenenó a su esposa e hija también, pero eso era un daño colateral. El día del funeral se presentó en la casa y logró rescatar los primeros diez acetekakas. La colección estaba completa, pensó.
Pero en un sueño, Waldo se le apareció:
—Estúpido, ¿crees que los tienes todos? Pero en realidad te falta el primero.
—Tú eres el imbécil —replicó Luzio—; aquí conmigo tengo el primero, el número Uno.
—Si que erese Ahueonao, el primero es el número Cero, jajaja —Luzio despertó bañado en sudor y con el corazón desbocado, como anhelando huir de ese cuerpo obeso.
A las tres de la mañana llamó a su ex amigo Izcariote y le exigió que le dijese si existía tal número 0.
Izcariote le dijo que un diseñador hace 20 años pidió prestado el número 0, pero nunca lo devolvió y que efectivamente ese era el primer acetekaka.
Juan Soto el diseñador ahora veía los acetekakas en el suelo, desparramados, y a Luzio apuntándolo con un revólver. Pensó rápido. Difícilmente recordaba aquellas revistas que le parecieron tan originales en una época en que todo era copia de lo yanqui y donde nadie se atrevía dejar registro de sus locuras.
—Así que no sabes dónde está, maldito irresponsable! Tendrás que hacerlo tú mismo el número 0 para mí y con esmero. Vamos, que quiero reírme como en los viejos tiempos.
Juan soto comenzó a diseñar la revista. Tomó una hoja de carta y la dobló por la mitad. Torpemente comenzó a rayar el título. Utilizó todas las técnicas gráficas que aprendió en su oficio de diseñador. El frottage para el título. Un collage para el índice. Recortes de diarios para las diferentes secciones, e incluyó una fotonovela como en los viejos tiempos. Aunque el sudor de las manos parecía que le estropearía el trabajo y que casi no podía pensar con el cañón de la pistola como una amenaza de Damocles sobre su nuca, terminó la revista y se la pasó a Luzio.
Luzio tomó las hojas y rió. Rió mucho, tanto que caminó de espaldas y tropezó con la alfombra. Juan aprovechó su distracción y lo empujó con todas su fuerzas. El obeso cayó pesadamente sobre una estufa de parafinas, prendiendo fuego sus ropas. Pronto el lugar fue un incendio y Juan Soto logró salir del departamento.
El fuego coronaba la noche helada de Valparaíso y Juan Soto observaba la destrucción de su hogar y de su potencial asesino.
Se alegró de estar vivo y de que esos malditos acetakakas estuvieran chamuscándose por fin, convirtiéndose nuevamente en éter, del cual nunca debieron haber salido.
—¡Pero yo no sé de qué estás hablando! —Gritó Juan desesperado.
—No te hagas el hueón que no te sale bien, rata asquerosa... —Con la otra mano, Luzio, sin despegar la mirada del diseñador, desde un bolso sacó un montón de hojas desordenadas que lanzó a sus pies—. ¿Ahora te acuerdas? ¡Ahí están! ¡Estos son los que quedan ladrón! Mucho dolor tuvo que sufrirse para reunirlos y ahora los quiero todos.
En el suelo se amontonaban los actekakas, revistas hechas a mano por Luzio y sus amigos en tiempos de la universidad. Las había de todos los tamaños, texturas, materiales y colores. Como un crisol de papeles, se desperdigaban más de cincuenta. Los amigos juraron que sólo harían un ejemplar único de acetekaka por número, elevando el valor del número, por su unicidad.
Con el tiempo, Luzio pudo conservar la mayor cantidad de Actekakas. Obsesivo, los pedía prestado a sus amigos y cuando estos se los pedían de vuelta perdía contacto con ellos.
Cuando tuvo reunidos cuarenta números, averiguó que Waldo, el dibujante del grupo, tenía los primeros diez, y fue a su casa a pedirlos. Sin embargo, Waldo estaba molesto con Luzio y no quiso entregárselos. Tuvo que envenenarlo con unos pasteles que le envió a su familia. Desafortunadamente envenenó a su esposa e hija también, pero eso era un daño colateral. El día del funeral se presentó en la casa y logró rescatar los primeros diez acetekakas. La colección estaba completa, pensó.
Pero en un sueño, Waldo se le apareció:
—Estúpido, ¿crees que los tienes todos? Pero en realidad te falta el primero.
—Tú eres el imbécil —replicó Luzio—; aquí conmigo tengo el primero, el número Uno.
—Si que erese Ahueonao, el primero es el número Cero, jajaja —Luzio despertó bañado en sudor y con el corazón desbocado, como anhelando huir de ese cuerpo obeso.
A las tres de la mañana llamó a su ex amigo Izcariote y le exigió que le dijese si existía tal número 0.
Izcariote le dijo que un diseñador hace 20 años pidió prestado el número 0, pero nunca lo devolvió y que efectivamente ese era el primer acetekaka.
Juan Soto el diseñador ahora veía los acetekakas en el suelo, desparramados, y a Luzio apuntándolo con un revólver. Pensó rápido. Difícilmente recordaba aquellas revistas que le parecieron tan originales en una época en que todo era copia de lo yanqui y donde nadie se atrevía dejar registro de sus locuras.
—Así que no sabes dónde está, maldito irresponsable! Tendrás que hacerlo tú mismo el número 0 para mí y con esmero. Vamos, que quiero reírme como en los viejos tiempos.
Juan soto comenzó a diseñar la revista. Tomó una hoja de carta y la dobló por la mitad. Torpemente comenzó a rayar el título. Utilizó todas las técnicas gráficas que aprendió en su oficio de diseñador. El frottage para el título. Un collage para el índice. Recortes de diarios para las diferentes secciones, e incluyó una fotonovela como en los viejos tiempos. Aunque el sudor de las manos parecía que le estropearía el trabajo y que casi no podía pensar con el cañón de la pistola como una amenaza de Damocles sobre su nuca, terminó la revista y se la pasó a Luzio.
Luzio tomó las hojas y rió. Rió mucho, tanto que caminó de espaldas y tropezó con la alfombra. Juan aprovechó su distracción y lo empujó con todas su fuerzas. El obeso cayó pesadamente sobre una estufa de parafinas, prendiendo fuego sus ropas. Pronto el lugar fue un incendio y Juan Soto logró salir del departamento.
El fuego coronaba la noche helada de Valparaíso y Juan Soto observaba la destrucción de su hogar y de su potencial asesino.
Se alegró de estar vivo y de que esos malditos acetakakas estuvieran chamuscándose por fin, convirtiéndose nuevamente en éter, del cual nunca debieron haber salido.
Etiquetas: Cuentos miserables
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OHHHHH!!! la revista ACTKK fue un tremendo concepto q conocí en mis tiempos d universidad.
Gran iniciativa, PERO...yo no m quedé cn ningún ejemplar!!!
Qm q m llamo Juan Soto...
L ura.
Les saqué fotocopias, pero después ls devolví TODAS!!
Gran recuerdo en todo caso, un salu2 para to2.
<< Pa la casa!