Un conde sincero
Fue en al año 1898 que el Conde Arnaldo de Charchemont se encontró en la avenida principal de esa ciudad inglesa con su amigo el marqués Elfio Salamandra. A pesar de que el marqués intentó ignorar al Conde en todo momento, Arnaldo de Charchemont se hizo graciosamente al frente de su señoría para que lo viera.
—¡Conde Arnaldo de Charchemont! Cómo me complace gratamente veros. ¿Qué noticias aguardáis?
—Pues todo muy ventajoso con ayuda del redentor, ciertamente. He sabido, mi buen marqués, que el gran Duque de Monterrola ha organizado una fiesta en honor del aniversario de su hija, quien cumple quince años. Como ella es vuestra ahijada, y dado los intereses mutuos que nos obligan, me he tomado el atrevimiento de preguntaros si es posible ser invitado a tan alta ceremonia de alcurnia.
—No sé… —alargó las sílabas el marqués. En su fuero interno sopesó la situación cautelosamente. Charchemont, hijo del gran Conde Luis Artisté de Charchemont, no era precisamente una buena compañía en los tiempos de la época victoriana. Sufría de una dolencia, que buenos científicos y médicos supieron intitular el "mal de la boca del diablo", que sumado a la dipsomanía del Conde lo convertían en una amenaza social por su desparpajo al mencionar las zonas pudendas de los gentiles y otras indecencias varias. Sin embargo, esta petición del Conde, se podría convertir en ventajosa para desprestigiar completamente la vida pública del conde y así deshacerse de él y los asuntos que los ataban. Finalmente, tras meditarlo, decidió invitarlo a la Ceremonia del Aniversario de los Quince Años de la Hija del Duque de Monterrola, Petronila de Monterrola, infanta por gracia del rey.
Muy gratificado el Conde Arnaldo de Charchemont se dirigió a su casa tejiendo coplas a lo terrenal en su mente. Al llegar, hizo que sus sirvientes le preparan un baño en esencias delicadas y se acicaló para ir hacia la ceremonia de la hija del Duque de Monterrola.
Llegó a la hora exactamente y entró dejando su capa y sombrero al paje de la entrada.
El edificio estaba preparado hermosamente, encortinado de techo a suelo, con púrpuras y telas de seda. Pronto la fiesta estuvo de muy buen ánimo y el Conde comenzó a sentir los efectos de los brebajes que gustoso le escanciaba su "amigo" el marqués de Salamandra.
La madrastra de la jovencita con cortesía y majestuosidad interrumpió el baile para dar inicio a una competencia de adivinanzas. Charchemont, ya borracho se incorporó de un salto.
—Eso adivinanzas, yo soy muy bueno—dijo y la congregación le contempló seria. Elfio Salamandra se ocultaba en una esquina, mordiéndose los labios para no soltar una carcajada. Aguardando el suicidio social de Charchemont, se dio inicio a la competencia.
Enriqueta, una jovenzuela, amiga de la festejada, subió a una silla y se preparó para recitar su adivinanza:
—Es redondito, redondete
mucho gusto tiene la novia
cuando su novio se lo mete.
Narcótico el conde de Charchemont, apura su mano en alto y gritando a viva voz hacia el respetable público larga la sentencia de su respuesta:
—Eso el pico! —grita satisfecho. Las damas de alcurnia sienten sus cuerpos desmayar y los gentileshombres apuran sus manos sosteniendo las empuñaduras de sus armas. Desfigurado de ira ante tal impertinencia, el Duque de Monterrola, patrón del hogar, anuncia desde un rincón:
—Bajuno sois; no os percatáis acaso que la solución es el anillo. Pajes, traed el sombreo y la capa, pues el caballero se retira de esta fiesta honorable.
Humillado y percatado de su desliz, el conde de Charchemont no da crédito a su equivocación y tratando de guardar la compostura se disculpa ante todos.
—No es menester paje que traigáis el sombrero ni la capa. Me disculpo por tan magnánima falta ante tan altas y honorables damas y virtuosos caballeros, pues es así que mi inconsciente ha sido más rápido que mi intelecto en resolver el acertijo y os juro que no hay mala intención en mi quehacer. Os ruego por consiguiente que me brindéis el vuestro perdón, pues es más noble aquél que sabe disculpar a su prójimo, que aquel que se solaza en la discordia. Os imploro dejadme permanecer en esta fiesta.
Fue tan claro y hermoso el alegato del Conde que todos los presentes bajaron sus cabezas y asintieron a su permanencia.
Siguió entonces la infanta Clariseta, hermosa pequeña núbil que ascendió a una silla para pronunciar más alto su adivinanza:
—Entra lo duro en lo blando
y quedan las bolas colgando
Agobiado por una furia resoluta, el conde lanza su diatriba:
—¡Eso es el pico!—se desfigura su rostro. No bien hubo mencionado la insolencia, el duque de Monterrola llama a sus siervos:
—Pajes, traed el sombrero y la capa, pues el caballero se retira de esta fiesta honorable.
—Pero que ha acontecido, no era acaso el membrum virile la respuesta—implora confundido el conde.
—Fauno sois. La respuesta era el aro pues son las perlas las que quedan colgando…
—Os ruego disculpéis como buenos cristianos el error acometido, que no hay mala intención en mi hablar—se disculpa el Conde.
—Os advierto Conde, que por ser buenos cristianos y sobre todo siervos del buen señor Jesucristo, que no cometió falta alguna y libró a toda la humanidad de sus pecados, os concederemos una segunda oportunidad, pero no bien faltes nuevamente, se os retirará de esta fiesta honorable.
Agradecido el Conde, hace una reverencia.
Entonces sube la hija del conde, la bella Petronila, para recitar su adivinanza:
—En las manos de las damas
a veces estoy metido
unas veces estirado
y otras veces encogido.
Todos contemplan al conde de soslayo, aguardando su desparpajo. El Conde tras meditarlo un instante, anuncia en voz alta.
—¡Paje! Traed mis sombreo y la capa. ¡Nadie me va a convencer de que esto no es el pico!
—¡Conde Arnaldo de Charchemont! Cómo me complace gratamente veros. ¿Qué noticias aguardáis?
—Pues todo muy ventajoso con ayuda del redentor, ciertamente. He sabido, mi buen marqués, que el gran Duque de Monterrola ha organizado una fiesta en honor del aniversario de su hija, quien cumple quince años. Como ella es vuestra ahijada, y dado los intereses mutuos que nos obligan, me he tomado el atrevimiento de preguntaros si es posible ser invitado a tan alta ceremonia de alcurnia.
—No sé… —alargó las sílabas el marqués. En su fuero interno sopesó la situación cautelosamente. Charchemont, hijo del gran Conde Luis Artisté de Charchemont, no era precisamente una buena compañía en los tiempos de la época victoriana. Sufría de una dolencia, que buenos científicos y médicos supieron intitular el "mal de la boca del diablo", que sumado a la dipsomanía del Conde lo convertían en una amenaza social por su desparpajo al mencionar las zonas pudendas de los gentiles y otras indecencias varias. Sin embargo, esta petición del Conde, se podría convertir en ventajosa para desprestigiar completamente la vida pública del conde y así deshacerse de él y los asuntos que los ataban. Finalmente, tras meditarlo, decidió invitarlo a la Ceremonia del Aniversario de los Quince Años de la Hija del Duque de Monterrola, Petronila de Monterrola, infanta por gracia del rey.
Muy gratificado el Conde Arnaldo de Charchemont se dirigió a su casa tejiendo coplas a lo terrenal en su mente. Al llegar, hizo que sus sirvientes le preparan un baño en esencias delicadas y se acicaló para ir hacia la ceremonia de la hija del Duque de Monterrola.
Llegó a la hora exactamente y entró dejando su capa y sombrero al paje de la entrada.
El edificio estaba preparado hermosamente, encortinado de techo a suelo, con púrpuras y telas de seda. Pronto la fiesta estuvo de muy buen ánimo y el Conde comenzó a sentir los efectos de los brebajes que gustoso le escanciaba su "amigo" el marqués de Salamandra.
La madrastra de la jovencita con cortesía y majestuosidad interrumpió el baile para dar inicio a una competencia de adivinanzas. Charchemont, ya borracho se incorporó de un salto.
—Eso adivinanzas, yo soy muy bueno—dijo y la congregación le contempló seria. Elfio Salamandra se ocultaba en una esquina, mordiéndose los labios para no soltar una carcajada. Aguardando el suicidio social de Charchemont, se dio inicio a la competencia.
Enriqueta, una jovenzuela, amiga de la festejada, subió a una silla y se preparó para recitar su adivinanza:
—Es redondito, redondete
mucho gusto tiene la novia
cuando su novio se lo mete.
Narcótico el conde de Charchemont, apura su mano en alto y gritando a viva voz hacia el respetable público larga la sentencia de su respuesta:
—Eso el pico! —grita satisfecho. Las damas de alcurnia sienten sus cuerpos desmayar y los gentileshombres apuran sus manos sosteniendo las empuñaduras de sus armas. Desfigurado de ira ante tal impertinencia, el Duque de Monterrola, patrón del hogar, anuncia desde un rincón:
—Bajuno sois; no os percatáis acaso que la solución es el anillo. Pajes, traed el sombreo y la capa, pues el caballero se retira de esta fiesta honorable.
Humillado y percatado de su desliz, el conde de Charchemont no da crédito a su equivocación y tratando de guardar la compostura se disculpa ante todos.
—No es menester paje que traigáis el sombrero ni la capa. Me disculpo por tan magnánima falta ante tan altas y honorables damas y virtuosos caballeros, pues es así que mi inconsciente ha sido más rápido que mi intelecto en resolver el acertijo y os juro que no hay mala intención en mi quehacer. Os ruego por consiguiente que me brindéis el vuestro perdón, pues es más noble aquél que sabe disculpar a su prójimo, que aquel que se solaza en la discordia. Os imploro dejadme permanecer en esta fiesta.
Fue tan claro y hermoso el alegato del Conde que todos los presentes bajaron sus cabezas y asintieron a su permanencia.
Siguió entonces la infanta Clariseta, hermosa pequeña núbil que ascendió a una silla para pronunciar más alto su adivinanza:
—Entra lo duro en lo blando
y quedan las bolas colgando
Agobiado por una furia resoluta, el conde lanza su diatriba:
—¡Eso es el pico!—se desfigura su rostro. No bien hubo mencionado la insolencia, el duque de Monterrola llama a sus siervos:
—Pajes, traed el sombrero y la capa, pues el caballero se retira de esta fiesta honorable.
—Pero que ha acontecido, no era acaso el membrum virile la respuesta—implora confundido el conde.
—Fauno sois. La respuesta era el aro pues son las perlas las que quedan colgando…
—Os ruego disculpéis como buenos cristianos el error acometido, que no hay mala intención en mi hablar—se disculpa el Conde.
—Os advierto Conde, que por ser buenos cristianos y sobre todo siervos del buen señor Jesucristo, que no cometió falta alguna y libró a toda la humanidad de sus pecados, os concederemos una segunda oportunidad, pero no bien faltes nuevamente, se os retirará de esta fiesta honorable.
Agradecido el Conde, hace una reverencia.
Entonces sube la hija del conde, la bella Petronila, para recitar su adivinanza:
—En las manos de las damas
a veces estoy metido
unas veces estirado
y otras veces encogido.
Todos contemplan al conde de soslayo, aguardando su desparpajo. El Conde tras meditarlo un instante, anuncia en voz alta.
—¡Paje! Traed mis sombreo y la capa. ¡Nadie me va a convencer de que esto no es el pico!
Etiquetas: El otro humor
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juajuajuaaaa quedo Poeiano wen estilo. Buena caracterización del chiste, que por lodemas está de cumpleaños.
<< Pa la casa!