Las aventuras del Vicente, chofer de micros

En un puerto olvidado, encaramado en los fierros ajados de una máquina antigua, vivía sus agotados días, el viejo joven, Vicente.

Viejo, porque, aun cuando su cuerpo no sufría de las transmutaciones propias de quienes abandonan sus años tras el volante enhuinchado, su cerebro se había desgastado como huiros balanceados por la inexorabilidad del océano, y semejaba una arrugada pasa. Atrás quedaron esos sueños de viajes y emancipación, que durante años había anhelado. Ahora, por el contrario, su mente sólo antojaba conjugar la realidad a fin de que el resultado de esta operación fuesen placeres inmediatos y viscerales que le permitiesen sustraerse de la idea de que gastaría su vida en carreras alocadas hacia el mismo mecánico destino.

Es por eso que a pesar de haber cumplido recién los 30 años, su rostro equivalía al de un brutantesco primate furioso, capaz de prorrumpir en articulación de grueso oficio y de contenido genital o absurdo. Cuando no se hallaba, empujando manillas y equilibrando monedas, su mano encaramaba copetes que venían a expiar en algo su miseria.

Así transcurría su existencia, como un monótono recorrido a la vuelta de la rueda, pintarrajeado con algunas colleras cósmicas, pero que siempre finalizaban en la garita del patio de los callados.

Sin embargo, un día Vicente, el miserable esclavo del neoliberalismo, que es cadena invisible y cuyo vector se llama cultura, conoce un extraño ser que le venderá un artefacto, que hará que su existencia sea nunca más la misma.

Aquella tarde Vicente, con las chauchas y los choros ahítos de billetes se dirigió a la casa de Perezález, un anciano mecánico.
—¿P‘tah, on Juandro, no tendrá uhté porsiaca algún motor de partía desos mulas?
—Mira que tení donde sentarte, cauro. Hoy día mismeli se acercó un rucio chico y andaba ofreciendo uno, se lo compré artiro, paré que é rusa la marca, porque en mi perra lo había ubicao.

Don Juandro Perezalez se retiró a un cuartucho en medio del patio de su casa que estaba tapizado con Omo en cartón y de antiguas morenas de la vieja revista Bravo. Pero sobre todas aquellas sílfides, la más grande capitana, la Virgen, vigilaba la escena con su hálito de reina del puerto.

—Mire bien que yo soy corto de vista.
—Notá ná, eñó!
—A ver déjeme acordarme... ¡Gabrielaaa!

Una joven mujer, nieta del viejo Perezalez, apareció. Le ayudaba con la mecánica al pobre viejo que ya ni pensar podía.
—Agüelito, usté no compró ná el motor de partida, acuérdese que lo mandó a la punta del cerro al cabro chico.
—¿Ah?
—Espérate Vicente, yo sé donde viven.

Fueron juntos entonces a una casa desolada entre dos cerros. El camino estaba apenas dibujado, quizás por unos cuantos viajes.

—No sabía que se habían tomado la quebrada, ni tan al fondo.
—Estos son nuevos, la señora nunca sale y vive con un caballero en silla de ruedas. En las noche he escuchado sus gritos, parece que sufre de dolores.
Al llegar al montón de cartones y palos en desuso que era la casa, Vicente llamó fuerte:

—Aló...?
Un delantal apareció.
—Hola señora, el niño suyo andaba con un motor de partida...
—Sí, le llamó a mi marido.

El hombre en sillas de ruedas llegó manejando con mucha destreza por sobre un montón de tablas viejas y rotas, llevaba el motor en su regazo y con una mano encima lo acariciaba como si fuese un gato.

—Tengo el motor de partida pero ahora vale cinco lucas —dijo limpiándose unas babas con su manga sucia—. Vicente tomó el artilugio del porte de una caja de zapatos y que pesaba como dos adoquines de calle empedrada. Le llamó la atención la superficie, que se encontraba recubierta de una loza (según creyó) muy lustrosa y cautivante. Pero todo lo demás correspondía a un motor de partida de micro, de hecho el correspondiente a la antigua máquina que manejaba. Incluso estaba bien engrasado y los cables revestidos con un plástico muy nuevo.
—Lo llevo.

El viejo sonrió con su boca luminosa por las babas. Tomando el billete, se devolvió por donde vino. La dama del delantal se quedó como estupefacta mirando como se iban los visitantes cerro arriba. Pero como Vicente estaba más interesado en los gustos atractivos de Gabriela no se percató de cómo la casa se llenaba de una extraña luminosidad, a pesar de no tener electricidad ni humo que delatara una fogata encendida. Casi muerto llegó arriba, agarrotado por la difícil subida y las ansias más ocultas. Deseaba literalmente tomar a aquella mujer que tanto apasionamiento le producía.

El calce fue preciso. Los tres pernos hacían perfecto a los agujeros del chasis y pronto estuvo listo el lustroso motor de partida en su cacharrita. Salió de debajo de la maquina y de un solo envión se subió y dio partida al motor. Estaba una joyita pensó y trató de volver donde la muchacha para invitarla a probar la vuelta. Pero antes de articular palabra, se detuvo ante los ojos petrificados de la morena, quien como adivinando las intenciones lo liquidó con una mirada durísima. El viejo fue más condescendiente y le despidió por entre el portón de su terreno.


Se dirigió entonces a comerse algunos sanguches ‘onde Batuco, cerca de la garita. Allí se encontró con Marcelo, el chelo que besaba el cuello de una cerveza.
—Tai curao chelo hueón. —el chelo era su gran amigo de la infancia y la adolescencia. Juntos habían vivido poblando el país de los anhelos y la esperanza hacía muchos años. Pero ahora eran sólo la sombra de aquellos jóvenes ágiles y despiertos.

El chelo bebía demasiado y engañaba a su mujer con una secretaria de la garita de micros, que en realidad era la despachadora. Aquella semana su mujer se había ido de la casa abandonándolo a él y a sus dos hijas adolescentes.

—Vente a tomar un copete conmigo, Vicente por la chucha. Si me veí pal pico es porque se fue la Denisse. Hoy día fui a hablar con ella, incluso, me arrodillé delante del hueón con que se fue, pa que la dejara tranquila. Y sabí qué, son los espíritus malignos la que se la llevaron, Vicente. La mamá de este culiao es bruja, dicen. Y me hizo el mal la vieja. Eso dicen en la comunidad cristiana.

—¿Estay yendo a los canutos, Chelo hueón? —El Chelo esbozó una sonrisa. Creía que las iglesias cristianas evangélicas eran guaridas de chismes e invenciones.

—No te riái Vicente... Hay mucha verdad que está velada para quines no pueden abrir los ojos al señor. Muchas personas muestran una cara para el resto y esconden sus intenciones verdaderas. ¿No era verdad que a tu mismo taita le hicieron mal ojo?

Vicente se quedó callado. Su padre llegó a tener un buen número de máquinas en la línea. Era el segundo que más tenía, pero en la compra de una flota de diez chasis, lo estafaron dos empresarios colegas. Perdió todo al cabo de diez años y se volvió alcohólico al igual que su amigo. En cambio los colegas que lo estafaron son ahora grandes dueños de máquinas y dirigentes del gremio regional. No obstante, no culpaba a un trabajo de brujería el destino de su padre si no a su confianza en quienes lo engañaron.

Sin querer seguir peleando tomó a su compadre de un ala y se lo llevó del bar onde Batuco. Se subieron con mucha dificultad a la máquina. El olor a trago del Chelo era insoportable así que decidió ir a dejarlo a su casa. De bajada comenzaron los problemas.

En todo ese rato se había olvidado del motor de partida y de que la máquina se encontraba en rodaje. Al querer pisar los frenos la máquina inyectó más velocidad. Vicente casi se murió del susto pero pudo controlar sus nervios. Voy a morir, pensó. No podía saber que el motor de partida cobraba un fulgor cada vez más luminoso y que parecía una pieza de acera en una fragua apunto de bullir. Abrió bien los ojos e intentó detener la máquina, por medio del embrague.

No funcionó y la pared dura de un murallón blanco se hacía cada vez más grande. El chelo y el Vicente se abrazaron en su terror. El primero pensó en su señora y sus hijas y el segundo en cómo quedarían los chasis de la maquina y el suyo...

Continuará algún día...


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