El cabezón Javier

Mi viejo, micrero de pasión más que de profesión, me narró la historia del cabezón Javier.

El cabezón Javier montado en su mechita del 62, remontaba las curvas sinuosas de una falda de cerro. Subiéndose por las piernas de esa montañita placentera, iba adentrándose como equeco mecánico. Subiendo a su lapa cuanto chancho tirado se pudiera encaramar, iba abultando las peceras ubérrimas de su patrón.

Esta pega es una mierda, pero hay un beneficio decían sus colegas en los momentos de ocios cuando esperaban el despacho en la garita.
¿Y cuál es ese?, preguntaba inocentonto el loco Javier.
Pero claro, las mujeres. Ponle tú la que se sube en Los Laureles…
¿La colegiala?
Esa, por ejemplo, esa se la han servido todos los choferes. Si se persigna con la tula…

A pesar de que el loco Javier no creía las palabras de sus colegas, se quedó mirando el cuello alto de aquella joven, y su ceñida falda oscura en torno de dos columnas de humedad sensual. Sus manos almidonadas por el sudor del manubrio encordado tras tantas horas de trabajo (no más de cinco seguidas), lograron juguetear con los dedos fugaces de la colegiala. Ver su sonrisa febril, y quedar atrapado entre sus tenazas de placer, fue más rápido que cortar un boleto.

Al otro día, extasiado en su inocencia, el cabezón volcó todos los detalles de su lid sexual con la colegiala a sus colegas. Ellos, poquito buenos pal hueveo, fustigaron su dignidad con largas y gruesas tallas. No obstante, bajo las diatribas miserables de sus colegas, el cabezón Javier logra vislumbrar la silueta de su pequeña ninfa. Su salvavidas del océano de la palanca, que lo tenía de material, fue un grito portentoso de:

¡Mijita, póngale Javierito!

Todos callaron para percibir la reacción de la adolescente:

¡Y vos, conchetumadre,
ponle penicilina!

Etiquetas: ,