Yo no estaba ahí.Tocaron la campana

Tocaron la campana, aquel timbre patibular. Y yo cogía el cartapacio de hojas arrugadas, el plumón de pedernal, y un libraco de laboratorio donde arañaban la vida estadística de aquellos animales.
Arancibia, un cuatro, un cinco coma cinco, un seis
Aguilera, un dos coma ocho, un cuatro coma dos, un cinco pelado.

Que los niños se pegaban, que lanzaban las diatribas como proyectiles puntudos, que dejaban huir sus estólidas risas con el único afan de que uno los creyese felices. ¿Qué menos me podría importar a mí? Por ejemplo, estaba el hijo del señor Gutierrez incapaz de proferir verbo alguno sin acabar en ametralladoras palabras soeces, desgarbando la imagen poderosa de mi madre, con imágenes sexolálicas que ella no imagino realizar nunca por el amor del benefactor.

Y mente hilaba sueños de otra construcción: me imaginaba atizándole con un garrote en su jeta de cerdo, y sus babas saltando enrojecidas por el aire como un astro agonizante en el umbral de la vigilia. Pero eso era sólo una quimera más de mis ensoñaciones, una locura hilvanada por mi mente cansada.

Luego, vino la colega de filosofía, quien no resistía aplicar sus tests desenfadadamente malditos en mi frenología enferma. Arrojaba sobre la mesa todo un atado de hojas, métricas indisolubles de las arcas occidentales. Sin embargo, yo, inútil como un bolsón de consentimientos, me dejaba atormentar por su silueta abismal. La contemplaba como una reseca cariátides desnuda. Como sostén de mis ansias más oscuras. De haber deseado acabar con todas esas alimañas con delantal, que correteaban atormentándome, hubiese simplemente huido con ella, por la penumbra de un sueño tórrido...


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