La mente del hombre casado

Ella se abalanzó sobre él, para besarlo. Quería convencerse de que aún le pertenecía. Él corrió la cara y echó su cuerpo hacia atrás, evitándola. Ya no podía sentir nada por aquella persona que, seguramente sin darse cuenta, había hecho su vida miserable por tantos años.

Buscó algo de comer, pero solo encontró ollas sucias y restos de lo que parecía algo que acababan de comer. "¿Qué es esto?", preguntó, mientras le sonaban las tripas. Ella replicó: "Ah, eso eran unos dulces que compré en la panadería. Te íbamos a dejar uno, pero no tenía qué darle al niño de cenar, así que se comió el último. Eran tres: uno para cada uno".

Hurgó en una bolsa y encontró una hogaza de pan duro. Abrió el refrigerador y solo encontró una pizca de mantequilla para untarle. Se preparó un café.

Depués de beberlo y de comer de mala gana la mitad del trozo de pan, se dirigió al dormitorio, pero solo introdujo medio cuerpo. La luz estaba apagada. Ella veía televisión. El hijo dormía profundamente, con la cara sucia y la ropa del colegio aún puesta.

Cuando se agachó para besarlo en la frente, metió su mano entre las cobijas para saber si no era tarde para llevarlo al baño. Por suerte, aún era tiempo.

Con el niño como sonámbulo, lo llevó al baño, le ayudó a orinar, le limpió la cara con un trozo húmedo de papel higiénico. Estaba tan dormido que no pudo lavarle los dientes, aunque por la boca expelía un olor ácido. Lo llevó al dormitorio, le sacó la ropa, le puso el pijama y se recostó un rato junto a él, resignado.

Ella reía con el programa que pasaban por la tele. A ratos le hablaba, pero él solo escuchaba un rumor. Su mente divagaba por hermosos parajes en un día soleado. Miraba a su hijo correr entre las margaritas y a una bella mujer a su lado estirándole la mano para ofrecerle un exquisito panecillo que había preparado ella misma.

De pronto, un intenso dolor en el estómago lo devolvió a la realidad. También le dolía el cuello. Buscó una almohada, pero las tres estaban tras la espalda de su mujer, que seguía riendo frente al televisor.

Cerró los ojos por un momento, para tratar de imaginar otro bello paraje, pero el dolor de estómago se lo impidió. Al abrirlos, miró a un lado y vio a su mujer semirecostada, que dormía profundamente, aún con el control de la tele en las manos, los lentes puestos y la boca entreabierta.

Se levantó para arroparla. Seguía vestida. Incluso llevaba puestas las zapatillas. La movió para despertarla. "Sácate los zapatos", le dijo y le estiró el pijama para que se lo pusiera. El dolor de estómago lo distrajo nuevamente.

Se dirigió al baño, se lavó los dientes. Tomó un vaso con agua. Se miró el rostro cansado frente al espejo. Sus ojos reflejaban el cansancio del mundo entero.

Con más sueño que hambre, se decidió a dormir. Púsose el pijama, corrió al hijo hacia el medio de la cama, le arrebató una almohada a la mujer, cogió el control de la tele y buscó algo que ver.

Por la pantalla desfilaban mundos inverosímiles; escuchó noticias escalofriantes; vio imágenes idiotizantes, la mitad de una película que parecía buena y a un puñado de noctámbulos filosofando sobre el sexo, la oficina, el clima... hasta que por fin, sucumbió al sueño y se durmió.

La mañana siguiente, como un autómata, se levantó, se dirigió al baño, se dio una ducha larga, como acostumbraba. Aprovechó el momento para masturbarse, pensando en la mujer que invadía su imaginación. Todavía le dolía el estómago. Después del baño, hurgó en el clóset para encontrar su ropa, entre la maraña de ropa sucia y limpia, sábanas sin doblar, envoltorios de caramelos y un envase de desodorante vacío.

Tras entrar en la cocina y recordar que no había nada para comer, se preparó otro café, lo apuró y se devolvió al baño, se lavó los dientes, arropó al hijo, que seguía durmiendo y preguntó a su mujer: "¿Dónde están las llaves?" Ella respondió: "No sé donde dejas tú esas cosas, déjame tranquila", para luego darse media vuelta y seguir durmiendo.

Cuando llegó a la puerta, echó una mirada hacia atrás. Sus ojos vieron el cuadro que obstinadamente se repetía cada mañana, cada vez que hacía lo mismo, antes de marcharse al trabajo: los trastes sucios del día anterior repartidos por la mesa; ropa sucia estorbando la salida del dormitorio; polvo acumulándose sobre los muebles; los cuadernos de colegio del hijo en el suelo, debajo de la mesa de centro; sobre esta, una maraña ininteligible de artículos de diversa índole además de las llaves que buscaba.

Un hedor a encierro gobernaba toda la casa.

Abrió la puerta, que daba a la calle, y un resplandor lo encegueció por un segundo. Había un sol maravilloso allá afuera, esperándolo. Mientras caminaba hacia la avenida principal, donde tomaría el bus que lo llevaría al trabajo, sus vecinos lo miraron de reojo, como si estuvieran ante un proscrito.

Al dar vuelta por la esquina, vio a una mujer hermosa, como con la que soñó la noche anterior. Se desesperó. Cruzó a la otra acera para conocerla, quizás -o al menos- para saber su nombre. No vio el bus que todas las mañanas aparecía puntual desde la calzada de enfrente.

Todo terminó en un segundo. Su cuerpo voló por los aires como un pañuelo y se fue a estrellar contra un poste del alumbrado.

Boca abajo, sin aliento, sintiendo la sangre fluir por todo su cuerpo, recordó por fin lo miserable que le había hecho la vida su hermano, cuando era un infante; recordó a su madre, que hizo su vida miserable en la adolescencia; recordó la imagen sin rostro de su padre; recordó a las víctimas de sus propios abusos. Y sintió que merecía todo aquello, que merecía morir así, por sorpresa, antes de descubrir que la vida podría darle una tregua.

La hermosa mujer nunca se dio cuenta de lo ocurrido. Su vida continuó felizmente sin haber presenciado aquel macabro descenlace. Su mujer, en cambio, tras su muerte, se volcó a una vida de desenfreno y a los pocos años, murió también.

Su hijo, el día posterior a su muerte, hurgando entre las cosas que había en la casa, encontró una libretita, en la que su padre le escribía mensajes para cuando algún día no estuviera presente. Allí le relataba el calvario que había sido su vida, su desesperanza; y lo aconsejaba a ser un hombre de bien, para no apresurarse ni desesperarse ante la adversidad.

Ese hijo conoció a una hermosa mujer, con la cual se casó y formó una familia. Ahora vive una vida tranquila y plena, como su padre hubiera querido.

Su mente no divaga por ningún paraje de ensueño, porque cada domingo salen al campo con sus hijos a una tarde de picnic, y su mujer le prepara exquisitos manjares.

A veces, en las noches, mientras pasa por ese estado de entresueño que antecede al sueño profundo, cree sentir la presencia de su padre a su lado, dándole un beso en la frente y deseándole buenas noches. En esos momentos, su mente se distrae levemente, recordando algunas tardes en que ambos salían a jugar a la pelota o a pasear al perro.

Cómo quisiera poder compartir con él la alegría de vivir, que ahora disfrutaba gracias a sus consejos.

"Saludos padre, dondequiera que estés y buenas noches", es lo que siempre repite antes de quedarse dormido no sin antes abrazar a su mujer, satisfecho.

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